El viernes 19 de septiembre Tryno Maldonado presentó en Profética, la Casa de la lectura su libro Grandes hits Vol. 1 editado por Almadía este año 2008. Le acompañaron Jaime Mesa y Eduardo Montagner. De éste novelista poblano reproducimos a continuación un fragmento de su texto leído en ése acto.
De generaciones literarias
Eduardo Montagner
No es la primera vez que lo digo en público: lo hice ya en la mesa Técnicos VS Rudos donde participé en abril pasado, junto con los demás antologados en Grandes Hits, durante el Segundo Encuentro Internacional de Escritores en Oaxaca. No supe bien si Bernardo Esquinca y Luis Felipe Lomelí, aquella vez, fueron los rudos, mientras que Alain-Paul Mallard y yo los técnicos. Alain-Paul y yo decidimos no ponernos las máscaras de luchador que nos dieron. Tryno, que moderaba la mesa, dijo que al parecer sería un encuentro máscara contra cabellera. Yo no me puse la máscara, entre otras cosas, porque Alberto Chimal me dijo que era muy incómoda; Mallard la usó para meter en ella unos papelitos como de rifa que distribuyó entre el público para regalar un ejemplar de su inencontrable novela Evocación de Matthias Stimmberg.
Lo que debo decir por segunda ocasión en público es que, la primera vez que escuché la insensatez de que yo, sólo por haber nacido en 1975, pertenecía a una generación, sin importar mis muy particulares intereses y formas de ver la literatura, me sublevé, y fue justo Jaime Mesa, aquí presente, quien me dio la terrible noticia.
No suelo leer literatura guiado por la generación de un escritor, y muy raras veces —si en verdad lo he hecho— investigo quién compartió generación con los escritores que me marcan; acaso la excepción sea la llamada generación de medio siglo, pero ni en este caso los he leído a todos, y a unos los he leído y releído más que a otros.
Al tomar conciencia de pertenecer a una generación, entonces, de repente sentí que no sólo sería necesario, como creía, librar la batalla —y ojalá que ganar la guerra— en soledad, contra mis propios demonios, ante la literatura, sino también, por absurdo y paradójico que pudiera parecerme (en vista de que uno de tantos motivos que me condujeron al camino de la escritura fue huir de lo social), también tratar de encajar o no en una especie de sociedad ahora emanada justo desde las letras, de mi deseo no sólo de leerlas sino también de hacerlas. Y no era ni siquiera la sociedad de los escritores leídos con veneración en mis años lejanos, aquéllos hacia quienes me nacía un deseo espontáneo por conocerlos, por tratar de entender en la convivencia algo más sobre sus obras; de hecho, algunos de estos escritores serán ya siempre para mí sólo sus libros, nunca sus personas, como los tres juanes: Juan García Ponce, Juan Manuel Torres y Juan Vicente Melo, entre otros, mexicanos y extranjeros, que con sus muertes acaso me libraron de conocer a los tipos simpáticos o detestables que en soledad crearon lo único que ahora queda y debe quedar de ellos.
Soy una persona que necesita de la pátina del tiempo sobre las obras para degustarlas mejor. Puede que el único escritor mexicano con quien he establecido la relación de sus libros leídos años atrás y la de esporádica convivencia sea Sergio Pitol. No creo que mi percepción sobre su obra haya cambiado por eso. Con Daniel Sada y Mario Bellatin ha sido diferente, pues he ido conociendo de manera simultánea al escritor y a su obra en plena actividad. Hasta ahora he hablado de escritores vivos de las generaciones de los 30, 50 y 60. Hasta aquí, las afinidades han sido espontáneas, fortuitas, humanas, qué sé yo, pero, sobre todo, literarias.
Hablar sobre generaciones literarias me parece un despropósito, sobre todo tomando en cuenta que siempre es el tiempo el que dice la última palabra. Hace poco, el escritor Álvaro Enrigue dijo que Sergio Pitol, con su libro El arte de la fuga, cohesionó de algún modo a una generación de escritores muy sólidos que seguía dispersa. Ahora sólo se puede elucubrar, hablar casi más que nada por morbo.
Hace meses correspondió curiosamente a Jaime Mesa bautizar esta generación en el suplemento Laberinto de Milenio como “la generación inexistente”, calificativo que han tomado incluso luego algunos otros medios nacionales que hablan de una generación de narradores en busca de su identidad.
Saber de una especie de camada literaria de la que yo debía estar enterado por formar de repente parte de ella, me pareció poco menos que una obligación engorrosa. Casi se puede decir que conocí los nombres de los culpables de haber nacido en la misma década que yo hasta que leí la contraportada de la antología hecha por Tryno. De algunos, claro, ya me sonaban sus nombres, como el propio Tryno Maldonado, Alberto Chimal, David Miklos, Guadalupe Nettel, Antonio Ortuño, Heriberto Yépez y Martín Solares, pero casi siempre más por conversaciones que por verdaderas lecturas.
Sin embargo, claro, accedí gustoso a la invitación de Tryno: o no me importó gran cosa permitir que con el cuento que envié aceptaba pertenecer a la generación de narradores mexicanos de los 70 o me limité a lanzar con curiosidad el texto como si fuera una piedra en un recinto oscuro y desconocido, del que sólo sabía que terminaría saliendo una publicación, cosa que desde luego siempre me entusiasma y agradezco. Pero si la invitación hubiera llegado por cualquier otro sólido motivo antologador, mi cuento también estaría allí.
Luego, cuando en abril pasado por fin llegó el momento de ir a Oaxaca y, por así decirlo, de enfrentarme con mis coetáneos literarios, comenzó un acercamiento distinto, donde todos nos preguntábamos qué nos unía y más de uno respondió que nada. Se me ocurrió decir que el vínculo era, en efecto, la antología de Tryno, a la que algún achispado nocturno empezó a nombrar como la ‘trynología’.
No sé si entre algunos de los demás antologados se haya producido una amistad, un contacto más allá de los días vividos en Oaxaca. En lo personal, aun teniendo los correos electrónicos de todos ellos, he básicamente seguido comunicándome sólo con Tryno. Antonio Ortuño continúa siendo para mí, más que nada, el amigo de Jaime, y sólo he escrito de manera entrecortada mails a Alain-Paul Mallard, Pablo Raphael, Juan José Rodríguez y Jorge Harmodio. Más bien podría yo decir que gracias al Encuentro trabé inesperada amistad con Jorge Moch, el de la novela Sonrisa de gato, nacido en 1966.
Curiosamente, aparte de algunos narradores nacidos en los 70 que conocía por referencias y que no fueron incluidos en la presente antología por las razones que Tryno explica en el prólogo, justo por las fechas del encuentro en Oaxaca fueron editados algunos libros de narradores de esta misma década, empezando por la novela Rabia, de Mesa, y a Emiliano Monge, tampoco incluido, fui a conocerlo precisamente durante las jornadas del Encuentro. Es como una especie de epidemia, hoy por hoy: casi se puede decir “levanta una piedra y habrá un narrador nacido en los 70”. Del último me acabo de enterar hace una semana, y es publicado por Tusquets.
Lo que debo decir por segunda ocasión en público es que, la primera vez que escuché la insensatez de que yo, sólo por haber nacido en 1975, pertenecía a una generación, sin importar mis muy particulares intereses y formas de ver la literatura, me sublevé, y fue justo Jaime Mesa, aquí presente, quien me dio la terrible noticia.
No suelo leer literatura guiado por la generación de un escritor, y muy raras veces —si en verdad lo he hecho— investigo quién compartió generación con los escritores que me marcan; acaso la excepción sea la llamada generación de medio siglo, pero ni en este caso los he leído a todos, y a unos los he leído y releído más que a otros.
Al tomar conciencia de pertenecer a una generación, entonces, de repente sentí que no sólo sería necesario, como creía, librar la batalla —y ojalá que ganar la guerra— en soledad, contra mis propios demonios, ante la literatura, sino también, por absurdo y paradójico que pudiera parecerme (en vista de que uno de tantos motivos que me condujeron al camino de la escritura fue huir de lo social), también tratar de encajar o no en una especie de sociedad ahora emanada justo desde las letras, de mi deseo no sólo de leerlas sino también de hacerlas. Y no era ni siquiera la sociedad de los escritores leídos con veneración en mis años lejanos, aquéllos hacia quienes me nacía un deseo espontáneo por conocerlos, por tratar de entender en la convivencia algo más sobre sus obras; de hecho, algunos de estos escritores serán ya siempre para mí sólo sus libros, nunca sus personas, como los tres juanes: Juan García Ponce, Juan Manuel Torres y Juan Vicente Melo, entre otros, mexicanos y extranjeros, que con sus muertes acaso me libraron de conocer a los tipos simpáticos o detestables que en soledad crearon lo único que ahora queda y debe quedar de ellos.
Soy una persona que necesita de la pátina del tiempo sobre las obras para degustarlas mejor. Puede que el único escritor mexicano con quien he establecido la relación de sus libros leídos años atrás y la de esporádica convivencia sea Sergio Pitol. No creo que mi percepción sobre su obra haya cambiado por eso. Con Daniel Sada y Mario Bellatin ha sido diferente, pues he ido conociendo de manera simultánea al escritor y a su obra en plena actividad. Hasta ahora he hablado de escritores vivos de las generaciones de los 30, 50 y 60. Hasta aquí, las afinidades han sido espontáneas, fortuitas, humanas, qué sé yo, pero, sobre todo, literarias.
Hablar sobre generaciones literarias me parece un despropósito, sobre todo tomando en cuenta que siempre es el tiempo el que dice la última palabra. Hace poco, el escritor Álvaro Enrigue dijo que Sergio Pitol, con su libro El arte de la fuga, cohesionó de algún modo a una generación de escritores muy sólidos que seguía dispersa. Ahora sólo se puede elucubrar, hablar casi más que nada por morbo.
Hace meses correspondió curiosamente a Jaime Mesa bautizar esta generación en el suplemento Laberinto de Milenio como “la generación inexistente”, calificativo que han tomado incluso luego algunos otros medios nacionales que hablan de una generación de narradores en busca de su identidad.
Saber de una especie de camada literaria de la que yo debía estar enterado por formar de repente parte de ella, me pareció poco menos que una obligación engorrosa. Casi se puede decir que conocí los nombres de los culpables de haber nacido en la misma década que yo hasta que leí la contraportada de la antología hecha por Tryno. De algunos, claro, ya me sonaban sus nombres, como el propio Tryno Maldonado, Alberto Chimal, David Miklos, Guadalupe Nettel, Antonio Ortuño, Heriberto Yépez y Martín Solares, pero casi siempre más por conversaciones que por verdaderas lecturas.
Sin embargo, claro, accedí gustoso a la invitación de Tryno: o no me importó gran cosa permitir que con el cuento que envié aceptaba pertenecer a la generación de narradores mexicanos de los 70 o me limité a lanzar con curiosidad el texto como si fuera una piedra en un recinto oscuro y desconocido, del que sólo sabía que terminaría saliendo una publicación, cosa que desde luego siempre me entusiasma y agradezco. Pero si la invitación hubiera llegado por cualquier otro sólido motivo antologador, mi cuento también estaría allí.
Luego, cuando en abril pasado por fin llegó el momento de ir a Oaxaca y, por así decirlo, de enfrentarme con mis coetáneos literarios, comenzó un acercamiento distinto, donde todos nos preguntábamos qué nos unía y más de uno respondió que nada. Se me ocurrió decir que el vínculo era, en efecto, la antología de Tryno, a la que algún achispado nocturno empezó a nombrar como la ‘trynología’.
No sé si entre algunos de los demás antologados se haya producido una amistad, un contacto más allá de los días vividos en Oaxaca. En lo personal, aun teniendo los correos electrónicos de todos ellos, he básicamente seguido comunicándome sólo con Tryno. Antonio Ortuño continúa siendo para mí, más que nada, el amigo de Jaime, y sólo he escrito de manera entrecortada mails a Alain-Paul Mallard, Pablo Raphael, Juan José Rodríguez y Jorge Harmodio. Más bien podría yo decir que gracias al Encuentro trabé inesperada amistad con Jorge Moch, el de la novela Sonrisa de gato, nacido en 1966.
Curiosamente, aparte de algunos narradores nacidos en los 70 que conocía por referencias y que no fueron incluidos en la presente antología por las razones que Tryno explica en el prólogo, justo por las fechas del encuentro en Oaxaca fueron editados algunos libros de narradores de esta misma década, empezando por la novela Rabia, de Mesa, y a Emiliano Monge, tampoco incluido, fui a conocerlo precisamente durante las jornadas del Encuentro. Es como una especie de epidemia, hoy por hoy: casi se puede decir “levanta una piedra y habrá un narrador nacido en los 70”. Del último me acabo de enterar hace una semana, y es publicado por Tusquets.
(...)
Sobre la polémica que se desató meses después de aparecida la antología quizás no tenga yo demasiado que decir. Desde luego, eran de esperarse. Una antología siempre es una especie de arca de Noé donde no están todos los que tendrían que estar y donde hay dos o tres que incluso los propios antologados se preguntan por qué está ahí. Baste decir que veo con gusto y concuerdo con lo que han señalado casi todas las reseñas: el cuento de Alain-Paul Mallard resplandece como acaso el más destacable, y no entiendo del todo por qué ha pasado casi desapercibido el de Pablo Raphael. Juicios, por supuesto, por demás subjetivos, los que acabo de hacer. A veces se han salvado unos cuentos, otras otros, y algunos han sido realmente condenados. Excepción hecha del de Alain-Paul Mallard tal vez, no sé si alguno de los cuentos de esta antología llegue a ser un gran hit. Quizá el hit sea la propia Trynología y, a partir de ella comiencen a sonar algunos acordes, acaso dos o tres piezas completas.
Cuando encuentro una reseña más, casi me limito a ver ahora quién se salvó y quién no, y leo con rapidez la controversia nunca faltante sobre el mecanismo de selección de Tryno, basada en la inicial recomendación autorizada de escritores con notoriedad para dar paso a la selección del antologador y del Consejo Editorial de Almadía, y moldeada por un ruido de fondo de las cosas que ocurrían en el mundo cuando los narradores setenteros íbamos creciendo. Claro, yo nunca tuve un Atari ni un Nintendo, jamás maté por tener uno, y más bien —por mi repulsión innata a los juegos— ver a mis primos enajenados con el Nintendo significaba que ya no jugaríamos a otras cosas, y que yo tendría que permanecer horas viéndolos absortos en eso. Pero tampoco, como han criticado otros, encuentro nada de malo en que un joven autor se acerque a los escritores reconocidos que él también reconoce, tal vez no como patriarcas, como dice Tryno, y sí un poco como tíos o abuelos, pero más que nada como escritores a secas. Dicho en otros términos, no se me ocurre pensar mal de un joven abogado que dialoga con uno con sobrada experiencia. Voy más allá: en lo personal, el hecho de haber convivido y dialogado con Daniel Sada, Mario Bellatin o Sergio Pitol, lejos de indicar que yo no sea antisocial o que haya dejado de confiar en la necesaria cuota de soledad que implica escribir una obra, significa justamente que mi antisocialidad me alejó del mundo que supuestamente debí haber habitado sin más y me lanzó a trompicones hasta ellos, del mismo modo en que hace casi diez años me encontré en Japón, yo solo, interrogando a los japoneses sobre su lengua, buscando mis propias claves. No podía ser de otra manera: mi vida estaría incompleta de no haber sido así.
Puede que la posible generalización que Tryno hizo de los antologados —porque tampoco, quizás, se trataba de hacer una biografía comparada de los 19 incluidos— haya producido, por contagio, generalizaciones de los críticos. Ahora, quienes han tomado demasiado en serio el título y el diseño de este libro, nos ven como una especie de RBD literario donde casi todos somos meras estrellas con un gran hit que pocos o nadie conoce.
En lo personal, me queda la satisfacción de haber contribuido a esta antología con un cuento que escribí antes de ser invitado, una narración que intenta dimensionar un poco más el universo literario que deseo configurar, ahondando con mayor saña en la llaga. Si este texto mío dice algo a los lectores o si en alguna forma contribuye a completar cierta panorámica de no sé qué, definirlo es tarea de alguien más, como pasará con los restantes textos de la antología.
Cuando encuentro una reseña más, casi me limito a ver ahora quién se salvó y quién no, y leo con rapidez la controversia nunca faltante sobre el mecanismo de selección de Tryno, basada en la inicial recomendación autorizada de escritores con notoriedad para dar paso a la selección del antologador y del Consejo Editorial de Almadía, y moldeada por un ruido de fondo de las cosas que ocurrían en el mundo cuando los narradores setenteros íbamos creciendo. Claro, yo nunca tuve un Atari ni un Nintendo, jamás maté por tener uno, y más bien —por mi repulsión innata a los juegos— ver a mis primos enajenados con el Nintendo significaba que ya no jugaríamos a otras cosas, y que yo tendría que permanecer horas viéndolos absortos en eso. Pero tampoco, como han criticado otros, encuentro nada de malo en que un joven autor se acerque a los escritores reconocidos que él también reconoce, tal vez no como patriarcas, como dice Tryno, y sí un poco como tíos o abuelos, pero más que nada como escritores a secas. Dicho en otros términos, no se me ocurre pensar mal de un joven abogado que dialoga con uno con sobrada experiencia. Voy más allá: en lo personal, el hecho de haber convivido y dialogado con Daniel Sada, Mario Bellatin o Sergio Pitol, lejos de indicar que yo no sea antisocial o que haya dejado de confiar en la necesaria cuota de soledad que implica escribir una obra, significa justamente que mi antisocialidad me alejó del mundo que supuestamente debí haber habitado sin más y me lanzó a trompicones hasta ellos, del mismo modo en que hace casi diez años me encontré en Japón, yo solo, interrogando a los japoneses sobre su lengua, buscando mis propias claves. No podía ser de otra manera: mi vida estaría incompleta de no haber sido así.
Puede que la posible generalización que Tryno hizo de los antologados —porque tampoco, quizás, se trataba de hacer una biografía comparada de los 19 incluidos— haya producido, por contagio, generalizaciones de los críticos. Ahora, quienes han tomado demasiado en serio el título y el diseño de este libro, nos ven como una especie de RBD literario donde casi todos somos meras estrellas con un gran hit que pocos o nadie conoce.
En lo personal, me queda la satisfacción de haber contribuido a esta antología con un cuento que escribí antes de ser invitado, una narración que intenta dimensionar un poco más el universo literario que deseo configurar, ahondando con mayor saña en la llaga. Si este texto mío dice algo a los lectores o si en alguna forma contribuye a completar cierta panorámica de no sé qué, definirlo es tarea de alguien más, como pasará con los restantes textos de la antología.
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