Ponte la del Puebla
Horario Reiba
Presentación del libro de Gabriel Wolfson. Profética, 15 de Agosto de 2008
Lo de ir al estadio con la camiseta del equipo puesta es moda que en nuestro país tendrá si acaso unos 15 años. Era inevitable que, por pura conexión con los códigos de este delicioso texto de Gabriel Wofson Reyes, uno recalara mentalmente en la época en que un grueso listón azul rey tenía que ser literalmente cosido por mamá a una camisa blanca de calle, de manga corta eso sí, con el resultado sin duda prodigioso de que el nueveañero aspirante a jugador del desaparecido Puebla se sintiera de veras en mitad de una cancha que ya tampoco existía –conocida en otros tiempos como El Mirador--, intentando patear un balón inmenso, de cuero duro como la piedra, e incluso anotando ese gol que en la realidad nunca pudo convertir más que cuando la portería la señalaban un par de coloridos suéters sobre dos mochilas en huelga por tiempo indefinido, nada que ver con el olor del césped, el viento en la cara, el chasquido de la red y demás parafernalia del ensueño.
Digamos de una vez que Gabriel Wolfson, al escribir este texto liviano y breve, se proponía elaborar una especie de divertimento en torno al equipo de la Franja en el año de su retorno a Primera División. Pero le salió un objeto polifónico-poético, histórico-sintético y aromático-sinfónico –es decir, un libro extremadamente esdrújulo-- que ahora no nos queda otro remedio que presentar con enorme placer y recomendarles con absoluta convicción y franqueza. A los aficionados al equipo Puebla, claro está, pero también y sobre todo a quien crea que eso del futbol no es más que opio de pueblos y estrategia rompehogares de Televisa. Porque si lo compra y lo lee como lo hemos hecho nosotros, se va a encontrar no con un repaso técnico a los partidos del minitorneo Clausura 2008, incluida por supuesto la gesta del 11 de abril --viernes por la tarde—en el Pirata Fuente y sus 40 grados a la sombra, sino con un vistazo al sesgo sobre los sesenta y tantos años de un club y una ciudad; con un entrenador atípico capaz de regresar triunfante de un autodespido casi tan breve como las huelgas de hambre de Carlos Salinas; con un utilero por herencia al que le cambiaron bats y manoplas por tacos y balones en la oscuridad del túnel de vestidores; con un discípulo ganándole la partida a su admirado maestro de infancia el Pony Ruiz; con un políglota loco que ya casi olvidó el italiano pero está lejos de dominar el español; con una cohorte de veteranos llegados en su lejana juventud del Sur profundo de nuestro continente, y rigurosamente incapaces de dejar Puebla y desligarse del Puebla; con una serie de borrosas y muy bellas fotografías escapadas del álbum de Matusalén para refrescarle la memoria al Abuelo Monster; con un universo masculino tan excluyente y cerrado que prácticamente no cabe una sola mujer en esta ristra de páginas; con el descubrimiento un poco asombrado de que los excluidos de este microuniverso somos prácticamente todos, y que el escritor-acompañante si acaso pudo alcanzar el dudoso grado de intruso tolerado.
Gabriel Wolfson quiso, según entiendo, asomarse a la entraña del futbol, un mundo completamente ajeno al suyo, por más que su padre sea autor del mejor estudio estadístico sobre este deporte realizado hasta la fecha en México. Y se asomó para encontrarse de pronto en medio de la pesadilla perfecta: el Puebla enviado de regreso a Segunda División —como atinadamente la llama, desentendiéndose de lo de Primera A, ese eufemismo cursi--, al caer 1-0 en Veracruz aquel 11 de abril, siguiendo un libreto y un decreto firmados por el gobernador local, que todo guayabera, sonrisitas y aroma cervecero desciende satisfecho del palco para encontrarse con jugadores y directivos que no son sino empleados y funcionarios de su nómina chica. Pesadilla, sí, pues como bien sabemos, al señor que gobierna el vecino estado el tiro le salió por la culata, pase del Cherokee Pérez y gol del Bola González, travesura en solitario de Híber Ruiz con giro y remate grado de dificultad E, 2 a 0 y vámonos antes de que venga la policía. Pero un momento por favor: ¿qué parte de ese sueño-pesadilla, fruto del agitado maldormir de Gabriel la noche anterior al recordado partido, no es sino cruda y penosa realidad? ¿Y hasta dónde la realidad real no fue apenas el poblano sueño de una tarde de viernes en el Pirata Fuente? Quizá lo sepa el Chelís, orfebre calvo perdido en los laberintos del juego del hombre, enhebrador de cuentas y cuentos del Gran Capitán.
Uno abre Ponte la del Puebla en una página cualquiera y ahí está Wolfson Reyes al acecho, dispuesto a secuestrarnos y hacernos compartir su aventura. Aventura de la imaginación, vuelo con escalas a cual más inesperada, visita privada a las catacumbas del futbol poblano. Pero todo milagrosamente fresco y al mismo tiempo copeteado de espuma burbujeante, como si lo patrocinara la cervecería. Jamás había yo notado, por ejemplo, que hay casi tantos equipos con nombre de ciudad como clubes que adoptaron y han hecho famoso cualquier otro apelativo. Desde esta taxonomía revelada por Wolfson, el Puebla pertenece a la estirpe del Sao Paulo, el Milán, el Barcelona o el Liverpool. Incluso del Guadalajara, usualmente nombrado así durante sus años de campeonísimo aunque circulara ya el célebre mote de Chivas Rayadas, y aún no, por fortuna, la vacilada ésa de Rebaño Sagrado. Imagino la decisión de empatar el nombre de un club cualquiera al de su ciudad de origen como algo propio de épocas remotas, aldeanas casi, cuando los padres fundadores podían suponer ingenuamente que ése que estaban bautizando sería el único equipo de la comarca, portador exclusivo del orgullo local y emblema del terruño donde quiera que se presentara. Tal vez por eso son puros equipos históricos, por no decir viejos, los que siguieron dicha norma. Tal vez por la misma razón, en las grandes capitales futboleras no hay clubes que lleven el nombre de la urbe que los alumbró. No existe el London Futbol Club, ni el Buenos Aires Asociación Deportiva ni el Atlético de Río de Janeiro, sino tantas denominaciones como competidores salidos de distintos barrios o colegios, cada cual con su propia y particular hinchada. Y por eso, cuando las ciudades con equipo epónimo crecieron y el juego se popularizó y nuevas aficiones dieron origen a nuevos clubes, éstos tuvieron que inventarse un nombre alternativo, así el Everton para distinguirse del Liverpool, o el Atlético de Madrid, surgido cuando el Real Madrid tenía ya labrada la primera parte de su fecunda historia. En la misma lógica, al Guadalajara, decano del futbol tapatío, le siguieron un Atlas, un Oro, un Nacional y un Jalisco, por no hablar de las universidades públicas y privadas dueñas de equipos profesionales al mismo tiempo que beneficiarias de la fama que éstos iban conquistando, fenómeno por cierto muy mexicano, que en Puebla ha podido también expresarse a través de una UAP y unas Águilas UPAEP de Tercera División, dentro de su modestia bastante mejores, y sobre todo infinitamente menos onerosas para sus respectivas instituciones que las actuales Lobos BUAP. Wolfson recuerda también las vicisitudes del efímero Ángeles, con el que un gobernador echado pa´lante respondió a la amenaza jarocha de llevarse el Puebla al puerto. Y no toca, imagino que por elemental pudor, el caso del Curti-Puebla, que es la franquicia que actualmente suplanta a la Franja original, descendida sin honores en el verano del 99 y perdida sin remedio entre los escombros de las divisiones inferiores y los cambios de propietarios, sedes, sponsors, colores y aficiones, que al fin y al cabo son éstos, los sufridos fanáticos, la variable más despreciada por quienes mueven los hilos del peculiar tinglado llamado futbol profesional.
No falta, desde luego, el indispensable recurso a la cábala, mezcla de superstición, esoterismo y magia. En el caso de Ponte la del Puebla, la palabra conjuro es “el grupo”. En torno a este mito verbal –que por supuesto es mucho más que eso--, el Chelís ha armado toda una leyenda. Hecha, como toda leyenda, de flagrantes contradicciones. Que no me toquen al grupo, ha dicho y repetido docenas de veces, porque el grupo es sagrado. Si el grupo se diluye, el entrenamiento vale madres –ésta es la expresión vernácula de Sánchez Solá puntualmente registrada por Wolfson. Si el público protesta, el Chelís puede mandar al diablo al estadio entero, salvo, dirá, los 5 o 6000 incondicionales capaces de seguir apoyando a su grupo sin desmayo, aunque Lupe Martínez se empeñe en regalar goles tan tragicómicos como los que le obsequió al San Luís un domingo de triste recuerdo. Por el grupo, Chelís es capaz de negarse a incorporar nuevos jugadores aunque acabe reconociendo que con los que tiene le alcanzará si acaso para sobrevivir, si no escuché mal lo que declaró el domingo, después de empatar a cero con el Santos. Y sí la temporada pasada el Puebla se salvó fue gracias al grupo, no al desbarajuste organizativo y la nula calidad futbolística del Veracruz. Ese grupo –diseñado, construido y mantenido a sangre y fuego por el Chelís— se ha evidenciado más fuerte que las pifias de una dirigencia entre acéfala y bicéfala. Ese concepto talismán ha demostrado ser, y Gabriel Wolfson lo certifica, el solvente más poderoso para transformar veintitantos egos errantes en una argamasa solidaria. El resto es anécdota: una concentración envuelta en ominosos silencios la víspera de algún partido clave, digamos el del ascenso contra Dorados, cuando la tarde antes el matecito infaltable le susurró al Bola que anotaría dos veces para llevar al Puebla a la victoria, o como la vez que Gianni Capitani se encerró con un Samba Rosas en horas bajas para entregarle solemnemente un balón con la orden de que no se despegara de él por nada del mundo, ni en la mesa ni en la cama ni siquiera en misa. Y al final dio resultado, el Samba volvió a sentirse en posesión de su juguete favorito y el Puebla se catapultó hacia el anhelado ascenso. ¿Y Gianni? Gianni se graduó de chamán, por más que se le sospechen méritos de mayor espesor y antigüedad.
Que hayan coincidido en las desconchadas instalaciones del Cuahutémoc el autor de este libro con este equipo y este arrebatado cultivador de grupos puede no ser una simple casualidad. Ya Carl G. Jung hablaba de la sincronía, desdeñando las prosaicas relaciones causa-efecto como única explicación posible de las cosas que suceden. A tan atípico entrenador y a tal grupo de jugadores tenía que llegarle, en determinado momento, su biógrafo e intérprete de cabecera. Alguien que nos explicara con oído atento, memoria vívida, humor astuto y mirada poética la cotidianidad de este grupo rebelde y singular, de nómina baja y conceptos elevados, que cree en el futbol como juego y no se echa nunca para atrás porque eso sería traicionarse. Y como resultado de dicho encuentro y por medio del escribiente intruso, las vicisitudes históricas de un equipo cuyas señales de identidad coinciden punto por punto con las de la poblanidad recalcitrante de siempre, hecha de tantas paradojas, baches y claroscuros como carretera de la Sierra Negra. Si Wolfson confiesa que su equipo es el Puebla porque lo conoció grande –la carrera enloquecida de Luis Enrique tras anotar el penal de nuestro primer título de Liga, allá por mayo del 83, o la displicencia del Chepo batuta al pie, en contraste con las acometidas impetuosas del Búfalo Poblete y el gol de ventaja que suponía contar con Aravena y su cañón infalible en la alineación del campeonísimo de 1989-90—a nosotros nos consta que este grupo de sobrevivientes con franja azul ha sido capaz, sin alardes ni delirios de grandeza, de atraer a una nueva generación de seguidores que sumar a esos fieles de toda la vida que ya nos creíamos condenados –desde los malhadados sucesos de 1992— a compartir la pasión por un objeto de culto degenerado, equiparable a un vodka apócrifo o a Santo Patrono de narcocorrido.
La buena nueva es que Puebla ha vuelto a tener verdadero futbol, y que desde hoy contamos con este libro esdrújulo y magnífico para juntos descifrar los entresijos del milagro.
Lo de ir al estadio con la camiseta del equipo puesta es moda que en nuestro país tendrá si acaso unos 15 años. Era inevitable que, por pura conexión con los códigos de este delicioso texto de Gabriel Wofson Reyes, uno recalara mentalmente en la época en que un grueso listón azul rey tenía que ser literalmente cosido por mamá a una camisa blanca de calle, de manga corta eso sí, con el resultado sin duda prodigioso de que el nueveañero aspirante a jugador del desaparecido Puebla se sintiera de veras en mitad de una cancha que ya tampoco existía –conocida en otros tiempos como El Mirador--, intentando patear un balón inmenso, de cuero duro como la piedra, e incluso anotando ese gol que en la realidad nunca pudo convertir más que cuando la portería la señalaban un par de coloridos suéters sobre dos mochilas en huelga por tiempo indefinido, nada que ver con el olor del césped, el viento en la cara, el chasquido de la red y demás parafernalia del ensueño.
Digamos de una vez que Gabriel Wolfson, al escribir este texto liviano y breve, se proponía elaborar una especie de divertimento en torno al equipo de la Franja en el año de su retorno a Primera División. Pero le salió un objeto polifónico-poético, histórico-sintético y aromático-sinfónico –es decir, un libro extremadamente esdrújulo-- que ahora no nos queda otro remedio que presentar con enorme placer y recomendarles con absoluta convicción y franqueza. A los aficionados al equipo Puebla, claro está, pero también y sobre todo a quien crea que eso del futbol no es más que opio de pueblos y estrategia rompehogares de Televisa. Porque si lo compra y lo lee como lo hemos hecho nosotros, se va a encontrar no con un repaso técnico a los partidos del minitorneo Clausura 2008, incluida por supuesto la gesta del 11 de abril --viernes por la tarde—en el Pirata Fuente y sus 40 grados a la sombra, sino con un vistazo al sesgo sobre los sesenta y tantos años de un club y una ciudad; con un entrenador atípico capaz de regresar triunfante de un autodespido casi tan breve como las huelgas de hambre de Carlos Salinas; con un utilero por herencia al que le cambiaron bats y manoplas por tacos y balones en la oscuridad del túnel de vestidores; con un discípulo ganándole la partida a su admirado maestro de infancia el Pony Ruiz; con un políglota loco que ya casi olvidó el italiano pero está lejos de dominar el español; con una cohorte de veteranos llegados en su lejana juventud del Sur profundo de nuestro continente, y rigurosamente incapaces de dejar Puebla y desligarse del Puebla; con una serie de borrosas y muy bellas fotografías escapadas del álbum de Matusalén para refrescarle la memoria al Abuelo Monster; con un universo masculino tan excluyente y cerrado que prácticamente no cabe una sola mujer en esta ristra de páginas; con el descubrimiento un poco asombrado de que los excluidos de este microuniverso somos prácticamente todos, y que el escritor-acompañante si acaso pudo alcanzar el dudoso grado de intruso tolerado.
Gabriel Wolfson quiso, según entiendo, asomarse a la entraña del futbol, un mundo completamente ajeno al suyo, por más que su padre sea autor del mejor estudio estadístico sobre este deporte realizado hasta la fecha en México. Y se asomó para encontrarse de pronto en medio de la pesadilla perfecta: el Puebla enviado de regreso a Segunda División —como atinadamente la llama, desentendiéndose de lo de Primera A, ese eufemismo cursi--, al caer 1-0 en Veracruz aquel 11 de abril, siguiendo un libreto y un decreto firmados por el gobernador local, que todo guayabera, sonrisitas y aroma cervecero desciende satisfecho del palco para encontrarse con jugadores y directivos que no son sino empleados y funcionarios de su nómina chica. Pesadilla, sí, pues como bien sabemos, al señor que gobierna el vecino estado el tiro le salió por la culata, pase del Cherokee Pérez y gol del Bola González, travesura en solitario de Híber Ruiz con giro y remate grado de dificultad E, 2 a 0 y vámonos antes de que venga la policía. Pero un momento por favor: ¿qué parte de ese sueño-pesadilla, fruto del agitado maldormir de Gabriel la noche anterior al recordado partido, no es sino cruda y penosa realidad? ¿Y hasta dónde la realidad real no fue apenas el poblano sueño de una tarde de viernes en el Pirata Fuente? Quizá lo sepa el Chelís, orfebre calvo perdido en los laberintos del juego del hombre, enhebrador de cuentas y cuentos del Gran Capitán.
Uno abre Ponte la del Puebla en una página cualquiera y ahí está Wolfson Reyes al acecho, dispuesto a secuestrarnos y hacernos compartir su aventura. Aventura de la imaginación, vuelo con escalas a cual más inesperada, visita privada a las catacumbas del futbol poblano. Pero todo milagrosamente fresco y al mismo tiempo copeteado de espuma burbujeante, como si lo patrocinara la cervecería. Jamás había yo notado, por ejemplo, que hay casi tantos equipos con nombre de ciudad como clubes que adoptaron y han hecho famoso cualquier otro apelativo. Desde esta taxonomía revelada por Wolfson, el Puebla pertenece a la estirpe del Sao Paulo, el Milán, el Barcelona o el Liverpool. Incluso del Guadalajara, usualmente nombrado así durante sus años de campeonísimo aunque circulara ya el célebre mote de Chivas Rayadas, y aún no, por fortuna, la vacilada ésa de Rebaño Sagrado. Imagino la decisión de empatar el nombre de un club cualquiera al de su ciudad de origen como algo propio de épocas remotas, aldeanas casi, cuando los padres fundadores podían suponer ingenuamente que ése que estaban bautizando sería el único equipo de la comarca, portador exclusivo del orgullo local y emblema del terruño donde quiera que se presentara. Tal vez por eso son puros equipos históricos, por no decir viejos, los que siguieron dicha norma. Tal vez por la misma razón, en las grandes capitales futboleras no hay clubes que lleven el nombre de la urbe que los alumbró. No existe el London Futbol Club, ni el Buenos Aires Asociación Deportiva ni el Atlético de Río de Janeiro, sino tantas denominaciones como competidores salidos de distintos barrios o colegios, cada cual con su propia y particular hinchada. Y por eso, cuando las ciudades con equipo epónimo crecieron y el juego se popularizó y nuevas aficiones dieron origen a nuevos clubes, éstos tuvieron que inventarse un nombre alternativo, así el Everton para distinguirse del Liverpool, o el Atlético de Madrid, surgido cuando el Real Madrid tenía ya labrada la primera parte de su fecunda historia. En la misma lógica, al Guadalajara, decano del futbol tapatío, le siguieron un Atlas, un Oro, un Nacional y un Jalisco, por no hablar de las universidades públicas y privadas dueñas de equipos profesionales al mismo tiempo que beneficiarias de la fama que éstos iban conquistando, fenómeno por cierto muy mexicano, que en Puebla ha podido también expresarse a través de una UAP y unas Águilas UPAEP de Tercera División, dentro de su modestia bastante mejores, y sobre todo infinitamente menos onerosas para sus respectivas instituciones que las actuales Lobos BUAP. Wolfson recuerda también las vicisitudes del efímero Ángeles, con el que un gobernador echado pa´lante respondió a la amenaza jarocha de llevarse el Puebla al puerto. Y no toca, imagino que por elemental pudor, el caso del Curti-Puebla, que es la franquicia que actualmente suplanta a la Franja original, descendida sin honores en el verano del 99 y perdida sin remedio entre los escombros de las divisiones inferiores y los cambios de propietarios, sedes, sponsors, colores y aficiones, que al fin y al cabo son éstos, los sufridos fanáticos, la variable más despreciada por quienes mueven los hilos del peculiar tinglado llamado futbol profesional.
No falta, desde luego, el indispensable recurso a la cábala, mezcla de superstición, esoterismo y magia. En el caso de Ponte la del Puebla, la palabra conjuro es “el grupo”. En torno a este mito verbal –que por supuesto es mucho más que eso--, el Chelís ha armado toda una leyenda. Hecha, como toda leyenda, de flagrantes contradicciones. Que no me toquen al grupo, ha dicho y repetido docenas de veces, porque el grupo es sagrado. Si el grupo se diluye, el entrenamiento vale madres –ésta es la expresión vernácula de Sánchez Solá puntualmente registrada por Wolfson. Si el público protesta, el Chelís puede mandar al diablo al estadio entero, salvo, dirá, los 5 o 6000 incondicionales capaces de seguir apoyando a su grupo sin desmayo, aunque Lupe Martínez se empeñe en regalar goles tan tragicómicos como los que le obsequió al San Luís un domingo de triste recuerdo. Por el grupo, Chelís es capaz de negarse a incorporar nuevos jugadores aunque acabe reconociendo que con los que tiene le alcanzará si acaso para sobrevivir, si no escuché mal lo que declaró el domingo, después de empatar a cero con el Santos. Y sí la temporada pasada el Puebla se salvó fue gracias al grupo, no al desbarajuste organizativo y la nula calidad futbolística del Veracruz. Ese grupo –diseñado, construido y mantenido a sangre y fuego por el Chelís— se ha evidenciado más fuerte que las pifias de una dirigencia entre acéfala y bicéfala. Ese concepto talismán ha demostrado ser, y Gabriel Wolfson lo certifica, el solvente más poderoso para transformar veintitantos egos errantes en una argamasa solidaria. El resto es anécdota: una concentración envuelta en ominosos silencios la víspera de algún partido clave, digamos el del ascenso contra Dorados, cuando la tarde antes el matecito infaltable le susurró al Bola que anotaría dos veces para llevar al Puebla a la victoria, o como la vez que Gianni Capitani se encerró con un Samba Rosas en horas bajas para entregarle solemnemente un balón con la orden de que no se despegara de él por nada del mundo, ni en la mesa ni en la cama ni siquiera en misa. Y al final dio resultado, el Samba volvió a sentirse en posesión de su juguete favorito y el Puebla se catapultó hacia el anhelado ascenso. ¿Y Gianni? Gianni se graduó de chamán, por más que se le sospechen méritos de mayor espesor y antigüedad.
Que hayan coincidido en las desconchadas instalaciones del Cuahutémoc el autor de este libro con este equipo y este arrebatado cultivador de grupos puede no ser una simple casualidad. Ya Carl G. Jung hablaba de la sincronía, desdeñando las prosaicas relaciones causa-efecto como única explicación posible de las cosas que suceden. A tan atípico entrenador y a tal grupo de jugadores tenía que llegarle, en determinado momento, su biógrafo e intérprete de cabecera. Alguien que nos explicara con oído atento, memoria vívida, humor astuto y mirada poética la cotidianidad de este grupo rebelde y singular, de nómina baja y conceptos elevados, que cree en el futbol como juego y no se echa nunca para atrás porque eso sería traicionarse. Y como resultado de dicho encuentro y por medio del escribiente intruso, las vicisitudes históricas de un equipo cuyas señales de identidad coinciden punto por punto con las de la poblanidad recalcitrante de siempre, hecha de tantas paradojas, baches y claroscuros como carretera de la Sierra Negra. Si Wolfson confiesa que su equipo es el Puebla porque lo conoció grande –la carrera enloquecida de Luis Enrique tras anotar el penal de nuestro primer título de Liga, allá por mayo del 83, o la displicencia del Chepo batuta al pie, en contraste con las acometidas impetuosas del Búfalo Poblete y el gol de ventaja que suponía contar con Aravena y su cañón infalible en la alineación del campeonísimo de 1989-90—a nosotros nos consta que este grupo de sobrevivientes con franja azul ha sido capaz, sin alardes ni delirios de grandeza, de atraer a una nueva generación de seguidores que sumar a esos fieles de toda la vida que ya nos creíamos condenados –desde los malhadados sucesos de 1992— a compartir la pasión por un objeto de culto degenerado, equiparable a un vodka apócrifo o a Santo Patrono de narcocorrido.
La buena nueva es que Puebla ha vuelto a tener verdadero futbol, y que desde hoy contamos con este libro esdrújulo y magnífico para juntos descifrar los entresijos del milagro.
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