Antonio Ortuño, Gabriel Wolfson, Jaime Mesa y Eduardo Montagner presentaron "Recursos humanos", Anagrama, Barcelona, 2007.
A continuación el texto íntegro de Gabriel Wolfson, leído la noche de la presentación en Profética:
(sobre Recursos humanos, de Antonio Ortuño)
¿Cómo hablar, en mi caso, de Recursos humanos de Antonio Ortuño sin aludir a la idea de la ‘generación de los 70’s’ o la ‘no generación’, como ya ha dado en llamársele? Me refiero a lo siguiente: por diversas razones, leo muy pocas novedades editoriales, no sólo mexicanas; de hecho, me gusta pensar que cuando alguien me pregunta por escritores mexicanos recientes que valgan la pena, tengo ya un par de nombres —de poetas, tristemente— de los que puedo hablar con mucho entusiasmo, y que por otra parte ya es un bien aceptado lugar común decir que entre los narradores no hay nada sobresaliente. Pero entonces me encuentro casi obligado a leer el libro de alguien nacido el mismo año que yo, y termino pensando que, si bien es cierto que a esta generación la distingue un afán obsesivo, ambicioso y pueril por autodefinirse (así sea definirse con la no definición), en todo caso algunos de sus miembros han decidido enfrentarse a ese mito del boom como hoyo negro que nulifica toda la escritura subsecuente. Esa sí, o esa también, me parece una cuestión bajamente generacional: la postura de algunos críticos o lectores o escritores que, formados en los tiempos gloriosos del boom, niegan toda posibilidad posterior de grandeza literaria, sin reparar, por una parte, en que muchos quizá se sientan incómodos o de plano asqueados con eso de la grandeza literaria, y por otra, dicho sea de paso, en que de esa forma, instalados en el canto al esplendor pasado, no importa tanto lo que bien o mal pronostiquen de los nuevos escritores como lo que construyen al dar por hecho: una entidad intocable, los autores del boom y sus alrededores. No seré el primero en decir que García Márquez no me parece un buen escritor, pero más allá de las bravatas, me gustaría insistir en el hecho de que, según percibo, algunos escritores actuales (Ortuño entre ellos) han decidido enfrentarse al reto del boom, al reto de los panegiristas del boom y al reto del violento y estúpido y seductor mercado editorial, una de las herencias del boom. Los resultados no sabría cómo evaluarlos, pero que de ese enfrentarse se deriva una impresión de incertidumbre, algo que genera dudas y cuestionamientos, ya me parece más que suficiente.
En Recursos humanos de Antonio Ortuño encontramos, antes que nada, algo que ya han señalado otros lectores: una voz poderosa, dueña de múltiples recursos y dispuesta a explotarlos sin tregua. Si en las novelas de folletín el autor apostaba por retener al lector capítulo a capítulo, a través de los finales de las sucesivas entregas, Ortuño parece tener más desconfianza del infiel lector actual, a quien un timbrazo del celular puede distraer ya no digamos de la lectura de una novela sino de un encuentro sexual o de la atormentada confesión de un gran amigo. Ortuño retiene a su lector frase a frase, generando así pequeños bloques de una contundencia permanente. Se puede abrir al azar su novela y encontrarse con sentencias como estas, con las cuales formar, en tiempos de ociosidad, una “Imitación de Cristo” para el siglo veintidós: “Debería decirle que no soy fino, que soy todo menos fino, que corto las etiquetas de mi ropa para que los compañeros del trabajo no puedan constatar lo baratas que son. Pero no se seduce a una mujer con una lista de insuficiencias”; “Incluso los románticos entendieron que para que su cacharrería conceptual funcionara en una pareja, los requisitos eran dos amantes guapos, que la chica fuera prostituta y que no se arredrara ante, digamos, un apetito repentino por la sodomización —este comentario suena como una ordinariez y sin embargo es de Byron”; “Odio cada escritorio y mesabanco de este sitio, cada metro de alfombra impoluta, cada clavo que sostiene el diploma de un ángel, cada vaso de plástico que será rellenado con agua, bebido, estrujado y desechado minuciosamente. Odio cada grapa que mantiene unido un presupuesto, un informe, un memorando. Pero soy una bestia simple y me amansa la manteca vegetal ofrecida a modo de chocolate”, o bien: “Soy una perra: acepté la oficina en el piso tres y un aumento de sueldo asombroso a cambio de que Hugo Machado no tenga que preocuparse por algo tan absolutamente vulgar como trabajar: eso lo haré yo”.
Yo no he leído la novela anterior de Ortuño, El buscador de cabezas, así que no sé si la miserable vida oficinesca que conforma Recursos humanos sea o no para él un asunto novedoso. Pero quiero pensar que, en todo caso, no se trata de un ‘tema’ elegido entre otros posibles, como quien elige una corbata o una ensalada: en un momento en que las ciudades se organizan en torno a los rascacielos de las transnacionales, en que las escuelas —incluso las públicas— conciben a sus alumnos como ‘clientes’ y buscan certificaciones de ‘calidad’ y ‘excelencia’, en que una humilde oficina de correos presume carteles con la ‘misión’ y la ‘visión’ entrecomilladas, en que, en fin, el ethos empresarial infecta desde el lenguaje bélico hasta el eclesiástico, desde la secretaría de gobernación hasta las fiestas familiares, la vida oficinesca no es un asunto menor: la oficina como índice del mundo, con sus códigos de conducta, su diseño sofisticado, su registro civil, sus mitologías, su compromiso social, su erótica, su política y su estética. Pero ya no es, claro, como muy bien lo pinta la novela de Ortuño, la oficina burocrática, el gran Estado aburrido, gris, polvoso y de bajo perfil, sino el edificio ‘inteligente’, transparente, benévolo y paranoico de un corporativo.
Quisiera terminar con esto, que fue para mí el mayor valor del libro: a través de las analogías bíblicas (por las páginas de la novela cruzan ángeles y demonios, Cristos y Magdalenas, y de hecho la historia central, el violento ascenso de Gabriel Lynch, empleado medio, a las alturas gerenciales, alude al episodio de Jacob, su sueño de la escalera y su lucha con el ángel); a través de una trama en ascenso que concluye con el protagonista orillando a su enemigo a cometer un crimen mediante el cual terminará de dominarlo y poseerlo, parece que en Recursos humanos se teje la historia del Mal, de la suprema malignidad creadora, de la conspiración perfecta, donde todos los relumbrantes detalles nos llevan al aún más relumbrante y apoteósico final. Pero afortunadamente no es así: Gabriel Lynch no es eso, su lenguaje de crudas franquezas, autoescarnios y autosuficiencias es quizá el último de los aditamentos que necesitaba para ser igual de despiadado, encantador e idiota que los directivos y ejecutivos con quienes sueña. Su ascenso, que él cree obra magna de su miseria y su cinismo, es en realidad, como nos lo muestra la propia estructura de la novela de Ortuño, obra de muchos: le debe a la acción no prevista de los otros (ahí están las varias y muy atractivas subtramas del libro), le debe también a una rebeldía bien ironizada como objeto de consumo (una argamasa que deriva lo mismo de las biografías del Che que de películas como “El club de la pelea”), le debe a las coincidencias, a los impulsos y le debe al azar. La historia de Gabriel Lynch, pensaríamos, puede funcionar como emblema de muchas cosas, pero en lo esencial no es emblema de nada: la novela de Ortuño desmonta, pues, la gustosa estilización del mal, la fe de Gabriel Lynch de que existe un sentido trascendental en su propia historia, y al final nos obliga a ver al protagonista desde el exterior, afuera del encantamiento del texto, para encontrarlo en su simple y ya no estetizada abyección.
Gabriel Wolfson
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