Jueves 15 de julio de 2010
Luz de Luciérnagas
Edson Lechuga
La lejanía es perspectiva.
La lejanía es un modo de autoconocimiento.
Luz de luciérnagas representa el esplendor de la lejanía: una novela del exilio. Luz de luciérnagas es un ejemplo de ese exilio de los mexicanos que es en realidad un intento de hallar un modo de no desvanecerse, de pervivir, aunque sea estando lejos, aunque sea siendo invisibles. La novela está llena de sentencias desde la lejanía. Así comienza. Cito:
“Alejarte demasiado de aquello que amas es meter la cabeza en un hoyo negro: si no eres capaz de salir de tanto en tanto y dejar que la luz acaricie tus pupilas, empiezas a perder la vista hasta que tus ojos enceguecen y olvidan”. Fin de la cita.
Luz de luciérnagas es la hechura o la formación errática, a ciegas, de una episteme, la construcción de una definición fundante que constantemente está siendo olvidada. Detrás de la novela se halla la secreta esperanza en que, de hallarse esta episteme en lo individual, será posible hallarla también en lo colectivo. Un mexicano es todos los mexicanos. Luz de luciérnagas es un alarido perpetuo. El terremoto de 85 todavía no se acaba.
Hace apenas diez o quince años, las novelas escritas por mexicanos radicados en el extranjero, o que habían vivido lejos de México, estaban atravesadas por un sesgo cosmopolita y posnacional. Los autores de la generación del crack escribieron condicionados e impulsados por una sensación de optimismo que hoy –eso se sabe- se ha perdido irremediablemente. La construcción afortunada de un proyecto nacional se ve en perpetuo entredicho. La literatura hecha por mexicanos habrá de ser síntoma de esta angustia si no quiere ser estéril.
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Antonio Blanco y Edson Lechuga |
Apenas pasado ese entusiasmo posnacional mencionado con anterioridad, las letras mexicanas escritas en el exilio hablan de nuevo de nuestros viejos temas: de búsquedas y de soledades. El viejo asunto de la identidad, que hace diez años parecía dejarse atrás, olvidarse por lo sano, hoy, en novelas como la de Edson Lechuga, resurge como el gran asunto de nuestras letras. En el debate de si esto representa una virtud o un obstáculo, una etapa histórica o la más profunda condición metafísica de nuestras inclinaciones, se inserta esta novela de sentencias, de presentimientos, de soluciones y salvaciones apenas esbozadas.
Este asunto está inconcluso, por supuesto, y la solución –a la mexicana- se diseñará no gestándola desde un piso firme ideológico o político, sino al contrario; ideándola mientras estamos en constante movimiento. Este gesto bizarro tiene las dimensiones de una afrenta cósmica: Nos buscamos a nosotros mismos mientras la tierra tiembla. En México se puede ser narciso, pragmático o metafísico dependiendo del interlocutor o del día de la semana, sin incurrir en contradicción alguna.
Pareciera que no puede ser de otro modo, sea una condena o una virtud, lo es en toda regla, y a veces es tan absurda como una mala broma: buscamos la quietud a través de métodos vibratorios: Huyendo mientras sucede un terremoto.
Esta huida es por supuesto, más que una búsqueda inacabable, una fe de que en realidad hay algo que somos y que al ser hallable, nos definiría finalmente.
Luz de Luciérnagas relata una huida, una huida y por tanto, una lejanía. Esta lejanía es oscura, y sus únicos frutos, lejanos también, pero inexorables, son la ceguera y el olvido. Olvido en ambas direcciones:
Número 1.-El olvido de los que se quedan hacía el que se exilia, ante el migrante, y que es sin duda, la muerte anticipada de la muerte real y posible del exiliado. En la novela la realidad más sólida está hecha de recuerdos.
Y número 2: El olvido que le crece al exiliado con respecto a los que se quedan. Olvido acaso más triste aún. Un suicidio ritual hecho a base de rutinas y de novedades por igual.
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Edson Lechuga |
Por eso, para el migrante la nostalgia es salvación. La nostalgia, fantasía autista en condiciones normales, es para el exiliado, su conexión con el mundo que desea real: El síndrome del jamaicón revela su utilidad parmenídea.En Luz de Luciérnagas el que huye evita la muerte porque recuerda, porque anhela, y porque ese recordar se somatiza en padeceres y dolores cuyo alivio se halla sólo en el regreso. Por eso las cartas y las llamadas telefónicas, sustitutivos de la presencia, son tan importantes en la novela, porque son el retorno prefigurado, virtual, a un origen que al ser visitado por segunda vez, debería tener posibilidades menos tristes.
La huida es también la catástrofe. De aquí la referencia al terremoto de 85. Suceso central y parte aguas de la narración. La huida pues, es generada por la catástrofe, es catástrofe en sí misma y sus frutos son asimismo, catastróficos. Por eso nuestras novelas gritan siempre, lo mismo que nuestras canciones y nuestra alegría.
El círculo de la tragedia se cierra, su mordedura atenaza candentemente: La búsqueda se origina por las catástrofes, pero son éstas mismas los obstáculos que impiden que la búsqueda termine.
¡El exilio es un laberinto! Todo indica que sin salida, además.
En luz de luciérnagas, movilidad y trepidación son sinónimos de angustia.
En Luz de luciérnagas, estabilidad y tranquilidad son sinónimos de aquello que se parece más a la felicidad.
En medio de esta búsqueda entre opuestos están los paraísos perdidos.
Dicen que ninguno de estos paraísos es tan feroz ni tan mordente como el del mexicano.
En efecto, si la nostalgia es pulsión y presencia en las letras mexicanas, en aquellas escritas por los mexicanos en el exilio, la vocación por la nostalgia es al mismo tiempo profecía, redención y simulación de patria. Estando ambos en el exilio, vi muchas veces, con estupor y embeleso, a Edson Lechuga desgranar con sumo amor a la patria perdida, a través de gestos, de intuiciones, y de palabras, sobre todo eso, palabras. En Luz de luciérnagas leo por tanto, la obra genuina de un autor mexicano, lejos de las tentaciones -cegadoras también-, de querer escribir como un turco, o como un alemán o como un chileno.
Los ejes de la novela serían entonces, los grandes temas-traumas de lo mexicano: la lejanía y la soledad (Pregunténle a Paz, a Pitol, a Becerra, tan mentado en la novela. Pregúntenle a Bolaño, incluso): En medio de ellas se halla la catástrofe, en este caso, repito, el terremoto de 85.
Suceso mítico, palabra retumbante en sí misma. Palabra madre que engendró a toda una generación, sesgada de las anteriores.
El protagonista de la novela, Germán Canseco, presiente el terremoto. Se inventa signos que le advierten, que intentan gritarle también de la inminencia de la tragedia. Pero no los quiere oír, ni ver, ni dilucidar. La ceguera se impone, al igual que la lejanía y la soledad. Y lo que esta ceguera evita que suceda es todo aquello que el protagonista desea.
A esta lejanía y soledad las redime, como siempre, el recuerdo de los meandros del amor (y si no del amor, de algo muy triste que se le parece): este recuerdo salvífico, pura solidez metafísica, es el recuerdo de encuentros sexuales furtivos y casi anónimos, nunca definitivos; encuentros y relaciones, o sospechas de relaciones que en la novela aparecen perdiéndose también, o recién tomando forma, o recordadas a duras penas. En todo caso no presentes, desdibujadas, perdidas.
Acaso este sea uno de los aciertos de la novela: el no oponer a la lejanía y a la ceguera la mera luz redentora, la ya falsa salida de los finales prístinos y definitivos, felices, dirían los más antiguos; sino solamente chispazos, atisbos apenas de algo que, aunque indefinido, es algo más que la total oscuridad: habitaciones a media luz, recuerdos fragmentados que remiten a visiones más solidas de uno mismo. En Luz de Luciérnagas la salvación no está en el porvenir sino en desandar lo avanzado. La recompensa no es ningún laurel o gloria. Ni ningún hogar tampoco: es solamente la oportunidad en penumbras de seguir buscando, de seguir recolectando (o alucinando), pequeños hallazgos.
Por eso la novela sitúa sus palabras en limbos innumerables: “A medio camino entre el futuro y el pasado, sin llegar a ser presente”.
La huida, los amores cortados de tajo, los terremotos y otros continentes, son los actos y las palabras de las que Luz de luciérnagas se nutre y desenvuelve. Lejanía y soledad son las maneras abreviadas, limitadas, seguramente injustas, de describir la sensación que la novela suscita.
La narración volcada sobre sí misma, renuente a fabricar metatextos o glosas de otras glosas, hace diferente a la novela de Edson Lechuga de otras novelas contemporáneas, en donde casi cualquier cosa sirve de pretexto para no narrar, para no desenrollar una historia, intentando revestir de tintes épicos a nimiedades innumerables. Luz de luciérnagas narra, recuerda, pero también detalla. En medio de sus ejes principales, habitan precisiones y frases de orfebre, de acabada hechura, pequeñísimos soles que parecen sentencias de un sabio hecho en el D.F. y en la huasteca que quién sabe por qué motivos fue a parar con sus huesos a Cataluña.
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Edson Lechuga leyendo un fragmento de "Luz de luciérnagas". A su lado, Antonio Blanco |
En Luz de luciérnagas convive el gran marco de lo narrado, su centro y motivos principales, en igualdad de importancia y protagonismos con la descripción detallada de escenas casi microscópicas del caos y del cosmos, de la psique, del eros y del ethos: “Con el índice detuve la gota por un instante”…o quizás: ”El angel que llora en la costilla de Eva es virgen, a Eva sería pecado vestirla, Eva no es mantarraya, Eva es sirena…”
Unas últimas loas al autor, a quien tuve el honor de conocer en donde reside, en Barcelona. Además de que vive para la literatura, y de que es un ser humano excepcional, sus dotes de chef no se quedan atrás. Sus antojitos mexicanos hechos con ingredientes bolivianos son excepcionales. Nunca un pozole me ha sabido tan rico como el que compartimos en su terraza el verano pasado.